Repta y huye hacia la luz, lector, no hay otra salida.


Fuga del angelus vetustus

 


En las imágenes de la Contrarreforma trentina los ángeles son representados como niños o mozalbetes que se permiten ciertas desnudeces, porque de ellos es el reino de la inocencia. Ilustran columnas salomónicas, peanas de santos, hornacinas con advocaciones de vírgenes, escalando hasta el infinito las medidas que dé de sí ese escenario espectacular que es un retablo de altar.

Estos angelicales seres que se pretenden asexuados tienen siempre características masculinas, tal vez porque a la mujer común nunca se la tuvo en la heredada Ley de Moisés como digna de representar y ser representada. Hasta los ángeles llegaba el mensaje del poder, y así los ángeles encarnaban un paso tímido pero revoltoso de ese poder masculino. Que uno sepa no hay ángelas o si las hay están encubiertas y transexuadas.

Los ángeles del Barroco son seres que no paran. No se sabe si suben o bajan, si sostienen o derriban, si elevan algo o a alguien o bien caen, si habitan un mundo neutral o son tentados por inframundos. Habitantes de nubes inaccesibles en aquel tiempo para los humanos en ocasiones se diría de ellos que nadan entre oleajes tempestuosos. Con tal profusión de ángeles buenos y bellos, ¿se pretendía exorcizar una tentadora rebelión con esas almas que están y no están, que ríen pero no disfrutan, que se inquietan pero no aportan estabilidad teológica?

Nunca hubiera imaginado que las figuras de estos efebos del cristianismo me hicieran pensar en la nebulosa corte de la teocracia humana. Porque a ella sirven como servidumbre o como excusa.


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