Repta y huye hacia la luz, lector, no hay otra salida.


Fuga del niño al que llevaban de paseo

 


Paseo por una plaza principal en una tarde de verano tardío. Cuando las calles eran prácticamente peatonales. Hay naturalidad en los paseantes. Hay elegancia en todos ellos, sobre todo en la mujer madura. Tiene también un porte medido y no descuida el movimiento de sus pasos. En la imagen no se advierte la cuidada cosmética que se aplicaba y que probablemente le haría más deseable. La adolescente va contenta y segura del brazo de su tía. Al niño se le lleva de la mano, no se sabe bien si como un gesto de protección habitual de la madre o porque él acostumbra a ir a su bola y no es difícil que se despiste. De todos modos no era frecuente despistarse en una ciudad que entonces se veía más apacible y la gente no se desplazaba con urgencias.

El centro de la plaza era una amplia isleta con una escultura de un escritor importante que el niño aún desconocía. Para llegar a ella se atravesaba una confluencia de calles donde dominaba el adoquinado. Probablemente aquel pavimento haya quedado soterrado por el actual asfalto. Pero bajo los adoquines seguramente no cabe esperar que haya playa, como sugería un lema que muchos años después al niño ya crecido le haría mucha gracia. En todo caso lo que sí hay es un terreno con capas freáticas a poca profundidad y la huella de un río cuyo curso fue desviado o, más bien, traicionado por la mano humana.

Lo más destacable de la fotografía es la mueca del niño. No es que lo hiciera a propósito al posar ante el fotógrafo, sino que era baste usual en él ejercitar movimientos diversos. De boca, de manos, de ojos. No  sabía entonces por qué ni lo supo nunca después, incluso cuando ya había superado la etapa de las muecas. Probablemente por algún mecanismo recóndito de autodefensa. O de exhibición nerviosa. O de placer incontenible que traducía las pequeñas pruebas de conocimiento del cuerpo que el hombre va ejercitando a medida que crece. Había tanta personalidad oculta dentro de aquel niño. Si se contemplara de mayor se sorprendería de ir vestido como un lienzo, tan blanco, tan impoluto. Si hoy se observase con detalle añoraría la pulcritud, efecto de aquel cuidado maternal. Tal vez reflejo de un corazón todavía tan puro. 

¿A dónde se dirigían? Iban de paseo. Un paseo no llevaba a ninguna parte porque el fin en sí mismo era pasear. Pero por la cercanía del lugar cabe imaginar que al niño le esperaba un barquillero. O el puesto de helados. Se lo habrían prometido. Y el crío, risueño y ufano, solo pensaba entonces en el inmediato y gozoso aliciente. Las ideas revueltas llegarían mucho después.



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