Repta y huye hacia la luz, lector, no hay otra salida.


Fuga de la hogaza


 

Contemplar la hogaza y abstraernos. No importa si su forma no ha salido perfecta -supongo que por las prisas de la cocción que es tanto como decir del suministro- pero aún resulta más atractiva su redondez. Tiene canteros grandes, medianos y chiquitos. Es cuerpo. Oh, no caigamos en la trampa de cierta mística y determinado simbolismo. O en todo caso su símbolo reside en recordar su valor. En que, no solo este pan, sino todos los panes, son una obra maestra de largo origen. De contundente nutrición. De imprescindible complemento. Es Arte.

Pero detrás de esta imagen efímera se halla la memoria personal. El buen hacer de aquellas tahonas tan artesanas de mi niñez. El olor intenso al sacar del horno de barro con la pala larga las piezas cocidas. Su caída en cestos de mimbre para la salida al reparto. La llegada a la taberna de la venta. Y luego el sacramento que lo consagra: untarlo en las yemas de huevo, acompañar la chistorra, saborear las magras de jamón, rebañar el abundante tomate frito. Unción final: un buen trago de aquel tinto peleón. 

Mi padre decía: con este pan todo sabe a teta. Conocimiento de causa, sin duda.



 

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