Repta y huye hacia la luz, lector, no hay otra salida.


Fuga del laberinto de los libros




Tomas un libro del anaquel, dónde estaba, detrás de qué otro volumen se ocultaba, cuándo se había fugado de su sitio original, pero cuál era su sitio, y con aquel título qué cabía esperar del libro sino que no se quedara inmóvil, que buscara al lector de día y a la amada de la noche, y después de trastear en varios de sus capítulos, acaricias la superficie del papel para disculparte por el olvido, los dedos hojean y rozan las palabras, te va llegando un olor antiguo, como si el libro hubiera sido una casa cerrada, como si el mismo olor hablase, y piensas cuánta narrativa oculta, escrita entre líneas, hurtada incluso a la redacción final, no se hallará entre las páginas de todos los libros, como un juego de destinos inciertos, como una especie de reparación de cuantos libros se perdieron antes de nacer, de todos los que fueron maltratados hasta el exterminio, de cuantos por su vivacidad y alegría se consumieron en el fuego del odio y de la ignorancia, y sientes que las hojas te pillan los dedos y estos no encuentran la salida del camino, porque sabes de sobra que los libros están repletos de vericuetos y de direcciones que no sabes dónde te conducirán, y no deseas apartar tu tacto de los libros, y cuando el libro al final resbala de tus manos permaneces oliendo esos mismos dedos lujuriosos que se han impregnado de la misma sustancia que las flores muertas.



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