"Nos vamos replegando siempre donde la vida nos sitúa: el hielo nos empuja a una caverna; la enfermedad, a esta habitación; pero un roce nos salva. Él sabe que esa vez, como alguna vez aquel hombre primitivo, sintió miedo o amor, tal vez la misma cosa. Y, bajo tanto peso, solo pudo salvarse acariciando con los labios su hombro descubierto para darle calor o porque, tal vez así, creyó ser capaz de derrotar la muerte y su costumbre" . Manuel Merino me hace pensar en la intemperie y en el refugio. En la larga marcha de la que procedemos que se fija como objetivo la no resignación. Me hace meditar sobre si miedo y amor son lo mismo en su complementariedad impuesta. No se elige ni amor ni muerte. Ambos se suceden, ambos asoman y se desvanecen, ambos tienen su tiempo y su medida. ¿No será acaso la vida sino esto de ir dando trompicones y vaivenes? ¿No se nos ofrece como imperativo creernos victoriosos en cada roce, aunque aceche la derrota definitiva? Puro triunfo del instinto dinámico: para temer y para confiar.
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