El niño se ha hecho un chichón, me dice la vecina. Chichón. Fabulosa palabra que a medida que se pronunciaba no sabías si se potenciaba o se amortiguaba el golpe. Aquel hematoma circunstancial, aumentado de tamaño en la frente, ¿se conjuraba con la simple aplicación de una fonética o por el tratamiento de choque de una moneda fría? Tal vez con ambos elementos. La moneda era un objeto que actuaba en la anatomía inflamada. La palabra era un bálsamo que iba a trascender más que la moneda (o el hielo, ya en tiempos más recientes) Chichón: término de ratificación humana. Un niño no estaba por encima del bien y del mal, sino que era carne de chichones. Y luego de relato. Contar una y otra vez que se había hecho un chichón. No estaría mal hacer memoria, un repertorio de chichones, por caídas de la inquietud infantil: perseguidos por perros, resbalando por los ribazos del río, chichones de recreo escolar, chichones por error de cálculo al tratar de alcanzar una caja del vasar de la cocina, chichones de carreras contra una esquina de la calle, chichones por no frenar la bicicleta contra el árbol...
El chichón, esa medida de las cosas en la infancia. Si alguien nos garantizara volver atrás, recuperar la niñez, ¿no estaríamos dispuestos a soportar de nuevo el precio de los chichones que fuera menester?