Estábamos bajo la acacia de verano. Ella sentada en el sillín de su pequeña bicicleta. Yo sobre una piedra. Cuéntame un cuento como el del otro día, me suelta. Ah, te gustó. Mira, uno de salteadores de caminos te voy a contar, ¿te parece? Y da saltos sobre el sillín: sí, sí, y que secuestre a las chicas que van a la escuela o a traer la leche de la otra aldea. Me lo pone difícil. O fácil, pues avanza las posibilidades de un argumento. Me quedo pensando. Alargo la preparación. Solo ver la cara que se le pone, los ojos que abre y me comen, y yo me resisto a empezar. El bandido de los caminos era cojo, empiezo. No sé por qué comencé por ahí. Pero tuvo que venir su hermano mayor a buscarla porque no se presentaba a comer. Ya no me afectaba que me dijera bronco: cuentista, no eres más que un cuentista, luego la niña sueña lo que sueña, es que le metes en danza cada historia. Ella tenía seis años, yo uno más, o por ahí. Solo fuimos novios en aquel tiempo.